A pesar de estar legalmente inhabilitado para postularse a la presidencia y tener una orden de detención en su contra, Evo Morales, expresidente de Bolivia, continúa moviendo una “campaña política” desde un remoto enclave en la región del Chapare.
Para encontrarlo, hay que conducir varias horas por terreno montañoso hasta Lauca Ñ, pasar un control de seguridad y llegar a un complejo en medio del bosque. Ahí, entre tiendas de campaña y un edificio austero, Morales se rodea de leales que lo resguardan tanto de sus enemigos políticos como de la justicia. Desde allí emite un programa radial semanal y mantiene una presencia activa en la política nacional, aunque en las sombras.
Morales, líder indígena y exdirigente cocalero, gobernó Bolivia durante casi 14 años. Su primer mandato comenzó en 2006, con un discurso de inclusión social y redistribución económica que le valió un amplio respaldo popular. Sin embargo, su intento de buscar un cuarto mandato en 2019, tras forzar una reelección polémica, desató una crisis política y social que terminó con su salida temporal del país.
Hoy a las puertas de nuevas elecciones presidenciales, Morales ha llamado a sus seguidores a anular el voto como forma de protesta. Aunque no puede ser candidato, despliega una estrategia de movilización y aparece en actos públicos, desafiando las restricciones y manteniéndose como figura clave dentro (y fuera) del partido que fundó, el Movimiento al Socialismo (MAS).
Morales asegura ser víctima de una conspiración orquestada por el gobierno, el Senado, la justicia y según él, incluso por Estados Unidos, “el imperio”, como él lo llama, asegurando que ayudó a financiar su destitución en 2019.
A la crisis política se suma una grave denuncia penal: Morales está acusado de trata de personas por haber tenido una relación con una menor de edad cuando era presidente. Aunque la joven, hoy de 20 años, niega haber sido víctima, el caso sigue abierto. Morales no ha desmentido la relación ni la paternidad, pero argumenta que “si no hay víctima, no hay delito”.
En sus apariciones públicas, Morales se desplaza con extrema precaución, a alta velocidad y protegido por un equipo de seguridad. En actos recientes ha sido recibido con vítores, abrazos y banderas, como si aún estuviera en campaña.
Aunque su respaldo ha disminuido con el tiempo, especialmente en sectores urbanos, sigue conservando apoyo en zonas rurales y entre los sectores más pobres. Para muchos, Morales representa una época de bonanza económica y visibilidad para los históricamente marginados.
“El único presidente que ha estado con nosotros”, afirma Edith Mendoza, madre de tres hijos en el centro de Bolivia.
Sin embargo, otras voces antes aliadas ahora lo critican. “Eso fue el primer golpe porque me di cuenta que él no aceptaba que estamos en democracia en Bolivia”, dice Romina Solano, abogada de Cochabamba, que votó por Morales en el pasado pero hoy respalda al empresario Samuel Doria Medina.
“El plan es que Evo no tenga sigla”, dice, denunciando una estrategia para eliminarlo de la política boliviana.
Cuando se le preguntó si habría hecho algo distinto en estos años, Morales no dijo nada directo. Pero dejó claro que no volvería a abandonar Bolivia.
Y aunque muchos predicen su ocaso, él responde con una advertencia cargada de desafío: “Yo batallar acá, no tengo nada que perder. Solo, imperio y gobierno de Lucho de la derecha: no me maten. Solamente quiero eso”.


